Mientras cose un corazoncito de fieltro con los colores de la bandera de Ucrania, Anna Gorelik, exiliada rusa en Serbia, recuerda cómo escapó de milagro a un ataque de varios ultras locales prorrusos poco después de su llegada a Belgrado en octubre de 2022. Gorelik iba con otro colega ruso activista y con un bote de pintura para tapar un mural de la capital en honor al grupo mercenario ruso Wagner que decía “Muerte a Ucrania”. De pronto, fueron sorprendidos por los atacantes y ella salió corriendo y logró despistarlos. Su colega no tuvo tanta suerte. Uno de atacantes, escondido bajo una máscara de Putin, le reventó el tímpano de un puñetazo y le obligó a pedir perdón por tapar el grafiti.
“Al llegar a Serbia era muy emocionante poder ir a la plaza principal de Belgrado con carteles contra la guerra y ondear la bandera de la Rusia libre [surgida como oposición a la invasión de Ucrania y en la que se ha sustituido la banda roja por otra blanca]. Era una sensación muy buena, pero después me di cuenta de que podría ser peligroso”, dice Gorelik sin perder la concentración en la aguja.
Otros cuatro colegas la escuchan atentamente mientras cosen sus propios corazoncitos para recaudar fondos para la organización de unas vacaciones de verano para los niños de una escuela en Ucrania. De fondo suena Yellow Submarine, de los Beatles. Los cinco son activistas de la Sociedad Democrática Rusa, una organización de rusos en el exilio contrarios a la guerra en Ucrania.
Paradójicamente, Serbia, el corazón del putinismo en Europa, se ha convertido en la capital de la Rusia en el exilio y uno de los principales destinos para aquellos que huyen de Putin y de su guerra en Ucrania. En las elecciones presidenciales rusas del pasado mes de marzo, el presidente Putin recibió una dura derrota con solo el 10,8% de los votos en Serbia.
d
Anna Gorelik y el resto de activistas promovieron una acción durante la jornada electoral para que todos los rusos se presentasen al mismo tiempo en el único centro de votación en toda Serbia como muestra de rechazo a Putin. Se formó una cola de hasta dos kilómetros y muchos rusos no llegaron a votar. “Lo importante no era votar, sino hacernos ver”, concluye.
“No hay muchos rusos a favor de Putin y normalmente están unidos. La mayoría de nosotros conocemos sus negocios y sus eventos y, evidentemente, los evitamos”, dice Iván Novokhatski, exiliado ruso de 35 años simpatizante de la Sociedad Democrática Rusa. “Hubo algunos enfrentamientos directos en 2022, pero ambas partes han aprendido a ignorarse mutuamente”.
En las calles de Belgrado y Novi Sad, las dos principales ciudades del país, es prácticamente imposible no cruzarse con conversaciones en ruso. Los carteles de artistas rusos están por todas partes y los negocios abiertos por los exiliados se han multiplicado en los últimos dos años. Todo eso se mezcla con los grafitis de la ‘Z’ (símbolo utilizado por las tropas rusas en Ucrania) repartidos por la capital y las camisetas que se venden en los puestos del centro con estampados de Putin a lomos de un oso y que cuelgan al lado de las de Messi y otras estrellas del deporte.
De los abrazos al estupor
¿Cómo han sido recibidos los exiliados rusos en un país donde el 69% de la población culpa a EEUU y a Occidente de la guerra en Ucrania (solo un 4,9% responsabiliza a Rusia); y donde Putin es, con diferencia, el líder mejor valorado del mundo? Solo un 24% de los serbios tiene una imagen desfavorable de Putin, mientras la media de Europa es del 85%.
Evgeniia salió de Rusia el 4 de marzo de 2022 por el estallido de la guerra y actualmente vive en Novi Sad. JBA
“Cuando llegamos, nos sorprendió mucho porque la gente nos recibía con besos y abrazos. Recuerdo estar conduciendo por Belgrado, parar en un semáforo y un hombre que vio mi matrícula rusa casi se mete en mi coche por la ventanilla con felices exclamaciones sobre Rusia”, recuerda sonriendo Evgeniia, que salió el 4 de marzo de 2022 a Uzbekistán y finalmente terminó en Serbia.
“La propaganda rusa dice a los serbios que nosotros somos los únicos que les queremos y que somos sus amigos. Todos los demás son OTAN y los bombardearon. La imagen de Putin es la de un tipo fuerte y guay y se creen realmente que está luchando contra la OTAN en Ucrania, no contra los ucranianos. Piensan que los ucranianos son marionetas”, dice Gorelik. En Serbia, el bombardeo de la OTAN de 1999 [sin autorización del Consejo de Seguridad], todavía está muy presente y la población es profundamente hostil a la Alianza Atlántica. “Por eso se quedan muy sorprendidos cuando les decimos que somos rusos, que apoyamos a Ucrania y que Putin es un cabrón”, añade.
“Los serbios son muy abiertos y amables. Si no hablas con ellos de política, todo irá bien y puedes hacer amigos. Si alguna vez empiezas a hablar de política, lo más probable es que pierdas un amigo”, bromea Evgeniia.
La exención de visado, el coste de vida y la facilidad de obtener la residencia son los principales motivos que han convertido a Serbia en el destino favorito de los rusos. El corazoncito de fieltro de Kirill es de los colores de la bandera de la Rusia libre. Como muchos de sus compatriotas, Kirill no eligió Serbia como su primer destino. “Salí a Kazajistán casi inmediatamente después del inicio de la invasión. Sabía que estallaría la guerra e incluso tenía la maleta preparada. Me quedé ahí esperando a que se emitiera mi pasaporte, que se estaba renovando, y en septiembre, cuando empezó la movilización, recibí el pasaporte y pude salir a otro país –en Kazajistán no necesitan pasaporte–. Estuve medio año en Turquía y ahora llevo un año en Serbia. No tengo planes ni futuro. No tengo trabajo y me estoy comiendo mis ahorros”, dice resignado.
Pintada de una Z, simbología utilizada por las tropas rusas en la invasión, sobre otra pintada de la bandera de Ucrania en el centro de Belgrado JBA
“Te fumas un cigarro y vuelves a entrar”
Kirill no tiene permiso de residencia en Serbia. Dentro de unos días se le vuelve a caducar el visado de 30 días para quedarse en Serbia y, como miles de los rusos exiliados, confiesa que irá a la frontera más cercana, en Bosnia, para salir del país, volver a entrar y así renovar otros 30 días. Gorelik esboza una sonrisa cómplice: “Lleva unas tres horas. Te fumas un cigarro fuera y vuelves. Yo lo he hecho muchas veces y hay decenas de empresas que llevan minibuses al punto más cercano de la frontera y vuelven. Ni siquiera llegamos a entrar en Bosnia; no hace falta porque el pasaporte se te llenaría de sellos”.
Un alto porcentaje de los exiliados rusos son empleados de empresas tecnológicas y los serbios se quejan de que el precio de los alquileres en Belgrado se ha disparado por su demanda. “Un ruso medio no puede hacer las maletas y mudarse a otro sitio, no hay dinero para eso. Una de los pocos sectores de la sociedad que pueden hacerlo son los trabajadores de las tecnológicas. De lo contrario, habríamos visto millones y millones de personas huyendo de Rusia”, dice Iván, trabajador de 35 años en una de estas empresas.
Iván Novokhatski es de los pocos que se instaló en Serbia antes de la invasión a gran escala. “Lo llevaba planeando desde que fracasaron las protestas contra Putin en 2011-2012. La tendencia estaba clara y las cosas solo iban a empeorar. Aún así, la situación no era lo suficientemente mala y resistí y esperé a una señal definitiva. La anexión de Crimea en 2014 fue esa señal”, dice. “Ver a la gente celebrando el robo de tierras, la glorificación del ejército y las armas con el rápido incremento del odio hacia los ucranianos me convenció. No necesitaba más confirmación, así que volé todos los puentes y me fui”.
Paseando por el casco histórico de Novi Sad con sus majestuosos edificios típicos de Centroeuropa del siglo XIX, Evgeniia todavía se sorprende: “Es tan diferente a los edificios comunistas de Moscú”. “Los moscovitas suelen ir a Belgrado porque se parece más. Los de San Petersburgo vienen más a Novi Sad, que es más cultural”, cuenta a modo de cotilleo.
“Quiero que Ucrania gane la guerra”
“Quiero que Ucrania gane la guerra. Si llegan a un acuerdo, Putin puede verse animado a hacer lo mismo otra vez”, dice convencida Evgeniia, también empleada en una multinacional tecnológica. Ella ya no ve su futuro cercano en Rusia. “Incluso si la guerra parase mañana, la situación no volvería a la normalidad pasado mañana. Tanta propaganda necesitará diez o más años para volver al día anterior a la guerra”, asegura.
Sentada a orillas del Danubio en la vieja fortaleza de la ciudad, Evgeniia muestra su frustración con sus compatriotas: “Estaba convencida de que todos los rusos entenderían lo que está pasando, que algo pasaría y que la guerra se pararía. Pero no. Hay gente apoyando la guerra. No esperaba esta reacción”.
“Hay gente que intenta entender a la otra parte, yo simplemente no puedo. No se puede matar a gente. Es así de simple. Eso me ha hecho perder muchos amigos en Facebook, por ejemplo”, dice. Su caso no es único. Muchos de los rusos exiliados en Serbia han perdido amigos por sus posiciones sobre la guerra.
Evgeniia nunca fue activista en Rusia, aunque si seguía la política, apoyaba a la oposición y acudía a algunos actos. Recuerda especialmente el funeral de Boris Nemtsov, opositor asesinado en 2015 en el centro de Moscú y la concentración posterior. “La represión entonces era menor. Podíamos expresas nuestra opinión, pero ir a los encuentros [de la oposición] se fue haciendo cada vez más peligroso desde 2011. Iba a algunas y explicaba a mis hijos lo que estaba pasando sin miedo a que ellos lo contarán en el escuela y que alguien viniese a por mí y me encarcelara. Lo que está pasando ahora es una locura”, dice.
Vladímir también vive en Novi Sad y salió de Rusia en diciembre de 2022: “El 24 de febrero fui uno de esos que salió a protestar contra el estallido de la guerra en la estación de metro de Gostiny Dvor. Desafortunadamente había muy poca gente y poco después, debido al aumento de la represión y la aprobación de nuevos artículos en el Código Penal, se hizo imposible expresar nuestro desacuerdo con la política del Gobierno”.
“En septiembre solicitamos visado para Grecia, pero nos lo rechazaron y como la UE incrementó el periodo de solicitud a 45 días, los documentos permanecieron en el consulado hasta finales de octubre”, recuerda Vladímir. “Entonces llegó el periodo de la movilización y las autoridades me entregaron una citación en el lugar donde estoy registrado, pero no vivo ahí”. En cuanto Vladímir recibió su pasaporte compró el siguiente billete a Georgia.
En Georgia tampoco hace falta visado, no hay problema con el idioma (el ruso está muy extendido por la política lingüística de la Unión Soviética) y los ciudadanos rusos pueden permanecer hasta un año. “No puedo ser un ‘turista eterno’ y no tenía elementos para obtener el permiso de residencia”, comenta. “Así que me fui a Serbia”.
En Turquía, donde tampoco necesitan visado y que ha sido el destino de otros muchos rusos exiliados, se han endurecido las condiciones para obtener la residencia. En otros casos, como Kazajistán, ya no es posible hacer el truco de salir y entrar para renovar el visado. Serbia, sin embargo, sigue siendo uno de los más sencillos para obtener el permiso de residencia.
Un puesto en el centro de Belgrado vende camisetas de Putin y de la Z, símbolo utilizado por las tropas rusas en Ucrania JBA
Muchos de los que salieron rápidamente de Rusia lo hicieron principalmente por el temor a un cierre de fronteras y ante la posibilidad de un reclutamiento forzado. “Primero quería salir de Rusia y después pensaría qué hacer, pero [los primeros días de la invasión] los billetes estaban disparados. Se multiplicaron por diez o más”, recuerda Boris, amigo de Anna Gorelik y Kirill, mientras termina su corazoncito de fieltro.
Vigilancia a los exiliados
Gorelik denuncia que las autoridades serbias están dificultando el trabajo de la Sociedad Democrática Rusa. “Hemos acudido a alrededor de 10 bancos y ninguno nos abre una cuenta. Hasta ahora nos apañábamos para existir sin una cuenta, pero ya se ha hecho imposible porque hay que rellenar declaraciones financieras y otros documentos para registrarse como ONG”, cuenta. “Por eso los fundadores cerraron la entidad y ahora solo somos un grupo de voluntarios, aunque nuestro trabajo en la práctica no ha cambiado nada”.
“Las autoridades nos mandan señales informales como la de los bancos. No les gusta la idea de que haya rusos activos políticamente. Si eres ruso, deberías apoyar a Putin. El punto de inflexión llegó en el primer aniversario de la guerra, cuando organizamos una gran concentración y en dos días recaudamos unos 20.000 euros”, dice. “A partir de ahí se hizo evidente que estaba pasando algo y que nos habían puesto un ojo encima”.
El colega de Gorelik agredido por un tipo con una máscara de Putin se fue a vivir a Alemania con visado humanitario, pero cuando intentó regresar a Belgrado para el juicio contra su agresor, las autoridades serbias le vetaron la entrada al país. “Ya sabes”, cuenta que le dijeron como única explicación.
No ha sido el único. Peter Nikitin, uno de los fundadores de la Sociedad Democrática Rusa, con permiso de residencia y mujer e hijos serbios, volvía de unas vacaciones en Portugal en el verano de 2023 cuando las autoridades le explicaron que su permiso había sido revocado y que no podía entrar en el país. Tras pasar dos días en el aeropuerto a modo de protesta, Nikitin pudo entrar, aunque el proceso legal sobre su permiso todavía está abierto.
Todos sospechan que los servicios de inteligencia rusos colaboran con las autoridades serbias en el monitoreo a los exiliados. En otro caso sonado, esta semana un tribunal serbio ha autorizado la extradición a Bielorrusia de un activista contra el régimen de Alexandr Lukashenko. Tras pasar varios meses en prisión en Belgrado por una orden de detención de Interpol, Andrei Gnyot está actualmente bajo arresto domiciliario en Belgrado.
La percepción de las autoridades rusas sobre Anna Gorelik, Evgeniia, Kirill, Iván Novokhatski, Vladímir y los miles de exiliados es clara: “Algunos socios con miedo nos han abandonado [...] Traidores cobardes y desertores codiciosos han huido a tierras lejanas. Que sus huesos se pudran en tierra extranjera”, escribió Dmitri Medvedev, vicesecretario del Consejo de Seguridad de Rusia y expresidente del país.