El putinismo en el momento fascista mundial

Podemos calificar el estado actual del mundo de momento fascista. No solo se trata del apoyo creciente que recibe la extrema derecha en Europa y América Latina, del ascenso del autoritarismo chino y de las andanzas del régimen de Putin en la continuación de su guerra criminal en Ucrania. La facistización, como combinación compleja de la lógica de los aparatos de Estado, la dinámica de los movimientos políticos y la psicología popular, representa la erupción de una tendencia inmanente de la sociedad de mercado en su conjunto.

El fascismo no ha vuelto a emerger en la forma histórica que conocemos de la primera mitad del siglo XX. No ha sido un renacer porque por definición carece de continuidad histórica y jamás ha constituido un proyecto ideológico coherente. Al contrario, el fascismo prospera estetizando la historia, extrayendo arbitrariamente narrativas e imágenes para atender a las necesidades del imaginario político actual. El historicismo, como idea que contempla el progreso del mundo hacia un futuro mejor, le es tanto más ajeno.

El fascismo no se deriva de un estado de cosas obligatorio o deseable, sino de un estado de cosas real, que se replica continuamente porque la naturaleza humana, anclada en una lucha despiadada y el deseo de dominación, se mantiene intacta. Al igual que hace un siglo, el momento fascista de ahora totaliza estas máximas del comportamiento económico, haciéndolas extensivas a la política, la sociedad y las relaciones internacionales. Los Estados y las culturas, como los individuos, se imaginan como entes encerrados en un conflicto permanente, replicado a perpetuidad en el tiempo.

Así, de acuerdo con la narrativa oficial putinista, Rusia se ha enfrentado al Occidente agresivo durante siglos, y la gran cultura rusa ha sido una de las armas cruciales en esta lucha. Ucrania, según esta concepción, carece de esencia independiente; es un proyecto artificial, antirruso, cuya única razón de ser es la de servir de ariete de Occidente en su proyecto de destruir a Rusia. No hay nada nuevo en esta historia y todo acontecimiento no hace más que retomar el viejo arquetipo. El tiempo evoluciona en un retorno permanente en que la acción individual y colectiva queda anulada, afirmando así el poder absoluto del destino sobre los seres humanos.

¿Acaso no hubo una Segunda Guerra Mundial?Este régimen temporal marca la “desaparición del sentido de la historia” en el “capitalismo tardío” posmoderno que una vez describió Fredric Jameson. Analizando las obras de la cultura popular, muestra que su consumo, enraizado en la amputación de todas las conexiones entre imágenes extraídas de diferentes contextos y épocas, se asemeja a una sensibilidad esquizofrénica. “Nuestro sistema social contemporáneo al completo”, escribió Jameson, “ha comenzado poco a poco a perder su capacidad de retener su propio pasado, ha comenzado a vivir en un presente perpetuo y en un cambio perpetuo que borra tradiciones del tipo que han tenido que preservar de una manera u otra todas las formaciones sociales más tempranas"1/.

La conclusión de Jameson se inspiró en la situación de comienzos de la década de 1990, cuando la propagación universal desenfrenada de los principios de mercado del neoliberalismo vino acompañada de afirmaciones sobre el fin de la historia. En la actual guerra de civilizaciones geopolítica, cada una con su esencia inmutable, asistimos al verdadero fin de la historia como idea de emergencia en que nada es perenne y siempre hay otro futuro en el horizonte para redefinir y desmantelar el orden de cosas existente. En este sentido, se han sintetizado las dos explicaciones rivales del mundo tras la caída del muro de Berlín ‒la de Fukuyama y la de Huntington‒, y el producto final es el fin de la historia y un choque de civilizaciones interminable.

Esta ausencia de historia funciona desplazando de la memoria colectiva acontecimientos que habían dividido básicamente el tiempo en un antes y un después, acontecimientos tras los cuales el mundo, sus nociones y valores, ya no podían ser los mismos. El momento fascista actual ha dado al traste con dos de estos acontecimientos que previamente habían definido el significado histórico del siglo XX: la Revolución Rusa de 1917 y la Segunda Guerra Mundial. Mientras que el primero de estos acontecimientos nos recordó que los pueblos oprimidos por sí solos pueden cambiar radicalmente sus circunstancias y su destino, el segundo nos dijo que jamás debemos repetir la monstruosa experiencia de una guerra mundial.

El esfuerzo por dar sentido a la Segunda Guerra Mundial generó todo el conjunto de ideas morales e instituciones internacionales sobre las que hasta hace poco se edificó el mundo contemporáneo o, más exactamente, nuestro sentido de normalidad, con todas las reservas que se deseen. Incluso las personas que critican radicalmente este orden de cosas invocaron un conjunto de conceptos basados en las lecciones aprendidas del acontecimiento: la condena incondicional de la agresión militar, los derechos humanos universales y la inadmisibilidad de todas las formas de racismo.

Esta crítica se basó en la normalidad, dado que reveló las incongruencia entre la realpolitik y las normas generalmente aceptadas del orden mundial. Las intervenciones militares de Occidente en Afganistán o Irak, que de hecho fueron actos de agresión, se camuflaron con declaraciones humanitarias o se explicaron como actos de autodefensa. Fueron (para tomar prestada la expresión de Hannah Arendt) “crímenes morales anticuados” o simple hipocresía, que no pretendieron establecer nuevas normas, pero trataron irresponsablemente las antiguas2/.

La invasión rusa de Ucrania supuso una verdadera ruptura con la normalidad al rechazar este vocabulario de conceptos familiares. Sin proponer un nuevo lenguaje universal, la Rusia de Putin ha planteado algo más grave: convertir el relativismo absoluto en la nueva norma mediante la redefinición constante de los conceptos desde una posición de fuerza. El concepto de mundo multipolar, preconizado por el Kremlin, se basa en la noción de que los argumentos morales e históricos no tienen su fundamentos en un lenguaje común, sino que pueden reducirse a meros atributos del poder de un Estado en particular.

“La desaparición del sentido de la historia” que se ha mencionado más arriba se expresa en un juego sobre imágenes deshistorizadas y ya no en términos de cultura popular, sino como parte de la ideología de Estado. Por ejemplo, la propaganda oficial rusa tacha a todos sus enemigos, extranjeros e interiores, de fascistas, mientras que declara el antifascismo parte de la identidad distintiva rusa. Es más, la narrativa ideológica de Putin presenta la invasión de Ucrania como reproducción de la Segunda Guerra Mundial, en que los antifascistas rusos se enfrentan al Occidente fascista. De este modo, la memoria de una guerra que nunca debería repetirse se convierte en su contrario: recordamos las hazañas heroicas de aquella guerra a fin de repetirlas una y otra vez. “1941­1945: podemos hacerlo de nuevo”, reza el sucinto lema que aparece en las pegatinas patrióticas que millones de rusos y rusas exhibían en sus coches durante las celebraciones anuales del Día de la Victoria, el 9 de mayo.

Un proceso sin sujetoAsí, fascismo y antifascismo han pasado a ser sinónimos de la pareja amigo y enemigo, que constituye la base de la política de acuerdo con la famosa definición de Carl Schmitt. Para Schmitt, esta noción de la política implicaba que los conceptos morales y legales no tienen ningún significado regulador independiente y se redefinen continuamente a través del conflicto. La verdadera fuente de la ley ‒el soberano que decide‒ perfora la cáscara hueca de las normas, argumentaba Schmitt. Esto le permitía justificar la liquidación extrajudicial masiva de los oponentes políticos por parte de Hitler en 1934, en la llamada Noche de los Cuchillos Largos. Al trascender el Estado de derecho, decía Schmitt, podemos hallar una respuesta política (quién debe decidir una cuestión), en vez de una respuesta moral (cómo debe decidirse la cuestión).

En el momento fascista actual, sin embargo, el soberano no hace historia, sino que afirma su lealtad al arquetipo. Para justificar la necesidad de lanzar la llamada operación militar especial en febrero de 2022, Putin insistía en que su mano había sido forzada. No tenía “otra salida”: no hacía sino obedecer al destino, sucumbiendo al enfrentamiento perennemente repetido entre Rusia y Occidente, que aparece como una especie de “proceso sin sujeto” althusseriano.

Esta combinación paradójica de voluntarismo y fatalismo revela el profundo vínculo que existe entre el fascismo contemporáneo y la conveniencia neoliberal. El sujeto neoliberal reconoce la imposibilidad de alterar las circunstancias que dictan su voluntad, pero al mismo tiempo actúa como decisor, optando constantemente por el mejor comportamiento en unas condiciones sobre las cuales no tiene ningún poder. Cada una de sus decisiones particulares es de este modo una manera de eludir una decisión genuina y de reconocer la imposibilidad de lograr la máxima arbitrariedad, la soberaníaabsoluta. La acción permanente es el modus operandi del agente del mercado: tiene que responder constantemente a las circunstancias y aceptar la realidad como una multitud de retos externos. La realidad se le aparece como algo imposible de conocer y caótico, carente de coherencia interna y de rumbo.

Los esfuerzos del capitalista individual son racionales frente al conjunto irracional. Este irracionalismo en la vida privada es incompatible con la democracia liberal, que presupone una especie de consenso general sobre la racionalidad de todo lo que acontece. La pérdida completa de este horizonte de razonabilidad ‒es decir, de la noción (aunque vaga) de un interés común y del crecimiento progresivo de una moralidad colectiva‒ extiende el fatalismo a la política. La facistización significa nada menos que la emergencia del individualismo de mercado como lógica del Estado.

El mundo se ha convertido en un terreno de competencia sin cuartel no solo entre diferentes centros de poder, sino también entre mentalidades homogéneas particularistas. En su obra de varios tomos  Noomakhia: Wars of the Mind, Alexander Dugin, el ideólogo más fulgurante y coherente del Estado putinista, ha dado nacimiento a toda una teoría del logos de varias civilizaciones. Según Dugin, cada civilización tiene una mentalidad arquetípica propia, su particular visión del mundo, que es ahistórica por naturaleza y se reproduce inconscientemente a lo largo de milenios. Por ejemplo, afirma que existe un vínculo directo entre los rituales de los druidas celtas y el psicoanálisis lacaniano a causa de la existencia de un logos francés. La política exterior china y las peculiaridades del régimen político en India responden asimismo a las mentalidades particulares de sus respectivas civilizaciones, cuyos rasgos principales son inmutables.

La conciencia no es universal por naturaleza y no está en trance de serlo; más bien repite constantemente las mismas jugadas dentro de su propia civilización. A Dugin le gusta calificarse de platonista, pero su platonismo se reduce a la afirmación de que las ideas son eternas e inamovibles, pese a no constituir la verdad absoluta, puesto que la verdad rusa nunca coincide con la verdad japonesa o árabe, por ejemplo. Los valores espirituales supremos, que el Estado inculca a su ciudadanía, implican la obediencia colectiva al destino sin cuestionarlo.

Así, a comienzos de 2023, el gobierno ruso anunció el lanzamiento del DNA ruso, un vasto programa de cursos escolares y universitarios. Es significativo que DNA es en este caso la sigla de “cultura espiritual y moral” (en ruso, dujovno-nravstennaia kul’tura DNK, que es el acrónimo ruso del DNA, o en castellano ADN), equiparando así la biología y la cultura. Uno de los cursos principales, “Fundamentos de la estatalidad rusa”, que es obligatorio en todas las instituciones terciarias, se propone “cubrir la distancia entre la identidad real de una persona y la realización de esta identidad”.

La afiliación inconsciente, expresada en el lenguaje y las normas de conducta, debería ser un asunto consciente, adoptando así la calidad de un sistema holístico. Al parecer, esta memoria de la obligación sigue estando presente biológicamente, pero ha sido desplazada temporalmente de las mentes de la mayoría de jóvenes, que siguen estando bajo la influencia de la cultura occidental hostil. Con un poco de coerción por parte del Estado se activa su ADN cultural y se encuentran a sí mismos recordando su predestinación.

La cultura se concibe aquí como una propiedad innata cuya misión es defender a la nación como cuerpo unificado, fortaleciéndola frente a la competencia de otras culturas (que son prácticamente especies biológicas diferentes). Esta fidelidad a la biología, que armoniza lo corporal con lo mental, es al mismo tiempo la mejor inversión en uno mismo. Como explica el plan del curso, una nación es “capital humano” que crece constantemente cuando “realiza su identidad”. Significativamente, la tendencia al autocrecimiento del capital en este enfoque corresponde a un estado de conciencia fijo, idéntico a su arquetipo civilizacional.

Este es un ejemplo extremo de lo que Lukács calificó de “cosificación de la conciencia”, es decir, la adopción por la conciencia de la forma mercancía, la transformación del individuo en una mercancía entre otras mercancías. El capital humano (un concepto tomado prestado directamente de la jerga neoliberal) remite a la reducción suprema del ser humano a la abstracción de la forma mercancía. Las personas individuales, que tienen una mentalidad idéntica, equiparada a su unidad biológica (que se identificó como unidad racial en la anterior versión hitleriana del fascismo), son transformadas en el capital que posee el Estado como civilización. De este modo, el Estado se convierte en una forma de capital, su expresión directa. El fascismo conlleva la superación y destrucción de las instituciones políticas y de los derechos civiles que median en la relación entre la persona y el Estado e impiden la disposición ilimitada de la gente como capital.

El fascismo entre lo abstracto y lo concretoParadójicamente, el fascismo como poder de abstracción no se contradice con el desprecio fascista hacia los derechos humanos abstractos y el derecho internacional. Incluso los conservadores de comienzos del siglo XIX criticaban la Ilustración y la Revolución Francesa como el triunfo de principios abstractos derivados de la razón pura y que no estaban basados en la experiencia histórica. Como escribió Joseph de Maistre, “En toda mi vida he visto a franceses, italianos, rusos, etc. … Pero en cuanto al Hombre, declaro que jamás en mi vida me he cruzado con él”3/.

El hombre abstracto creado por la Ilustración carece de la forma original derivada de los ancestros y heredada en las tradiciones culturales y estatales (es decir, el código cultural, según la definición actual de la propaganda rusa). Esta persona tiene derechos inalienables, puesto que forma parte de la humanidad como única comunidad y, por tanto, afirma el universalismo como principio. Al mismo tiempo, el reconocimiento universal del individuo le otorga la libertad de elección, inclusive de su propia identidad.

El racismo fascista apunta contra quienes aparecen como abstracciones personificadas que se  rebelan contra la formas tradicionales. La población judía secularizada, con su pasión por las ideas universalistas, o los pueblos eslavos, como agentes del bolchevismo antiestatal4/, han simbolizado esta falta de forma entre los fascistas en diversas ocasiones. Desde el punto de vista de estos, las fuerzas del caos se concentraban en su enemigo principal, la clase obrera organizada, con su lealtad a las ideas de igualdad social y solidaridad internacional. El temor a los amorfos, animado por fugaces emociones y las masas desarraigadas, ha solido desempeñar un papel crucial en todos los movimientos fascistas5/. La recuperación de la jerarquía de castas, en la que cada cual conoce su lugar y acata su destino natural, sigue siendo de una forma u otra el proyecto primario del fascismo, su imagen del futuro deseado.

En su propaganda, la ultraderecha de hoy ha sustituido preponderantemente el hombre abstracto por las personas musulmanas, como migrantes privadas de derechos, o supuestas adherentes a un califato mundial, así como por las personas LGBT y trans, que redefinen libremente su género. En la Rusia de Putin, que se sitúa en la vanguardia del momento fascista global, toda manifestación pública de una identidad LGBT es un delito y el cambio de género está completamente prohibido. La gente rusa debe ser específica en sus afiliaciones, y su lugar en la vida, por mor de su nacimiento, debe quedar firmemente establecido en la jerarquía de las formas sociales.

El Estado, de acuerdo con el lema acertado de Putin, es la cima de esta jerarquía patriarcal, una “familia de familias”, unida bajo la autoridad paternal del líder de la nación. El “Occidente colectivo”, como portador del liberalismo universalista, con sus principios de derechos humanos y libertad de elección individual, ha sido proclamado el principal enemigo de Rusia. El objeto del odio son las “ elites liberales globales” que destruyen los “valores tradicionales”, en primer lugar las del propio Occidente. El apoyo del Kremlin a Trump y Le Pen, por tanto, no es oportunista, sino ideológico y programático.

Tal como está arraigado en la tradición reaccionaria rusa, la crítica a Occidente se combinaba paradójicamente con un eurocentrismo. Al igual que en el siglo XIX, en el imaginario político ruso de ahora, el Occidente colectivo es la única entidad real de la que la Rusia imperial espera su reconocimiento como igual. La retórica anticolonial de Putin y su proclamación pública del giro al este no debería engañarnos: no son más que los instrumentos de presión que necesita Rusia para ocupar finalmente el lugar que le corresponde entre las naciones dominantes europeas. Para lograr este objetivo, Rusia debe hacer que Occidente vuelva a sus verdaderos fundamentos espirituales y forzarlo a recuperar sus propias tradiciones.

Más recientemente, iniciada la guerra en curso en Ucrania, Vladislav Surkov, uno de los ideólogos del Kremlin, publicó un artículo provocador en el que predice la futura creación de un Gran Norte, una triple alianza entre iguales formada por Rusia, EE UU y Europa que dominaría el mundo. El camino hacia esta alianza será largo, señala Surkov, pero es inevitable a causa del común legado mesiánico romano de sus miembros.

Imperio e imperialismoLa noción de que el imperio es el destino de Rusia, la única forma posible de su existencia, es uno de los dogmas cruciales de la ideología oficial de Putin. En el paradigma conservador ruso (descrito con claridad meridiana en el siglo XIX por Konstantin Leontiev), la forma imperial se definió como algo que existe fuera del tiempo: a diferencia de los Estados nacionales modernos, el imperio no aspira a la perfección y la igualdad, sino que en su lugar preserva de ser engullida por la historia la multitud floreciente de interminables diferencias de clase y culturales.

Leontiev señaló que la tarea del imperio consistía en resistirse al progreso y preservar un equilibrio de diferencias que es intemporal. Esta inmovilidad del imperio como forma, sin embargo, siempre ha generado la necesidad de movilizar constantemente sus fronteras. Para mantenerse inmutable, el imperio debe empujar constantemente hacia el exterior, ampliando su territorio. Es esta expansión permanente hacia fuera, como escribió Surkov en un artículo anterior, la que ayuda a mantener la estabilidad política mediante la exportación del caos y la acumulación de nuevos territorios.

En esta interpretación, la idea arcaica del imperio cuadra perfectamente con el imperialismo, un fenómeno de la Edad Moderna y del sistema capitalista. Rosa Luxemburg señaló que el imperialismo vino predeterminado por la estructura misma de la acumulación de capital, que ha de rebasar constantemente sus límites y expropiar territorios y patrones económicos todavía no integrados en la economía capitalista.

En Los orígenes del totalitarianismo, Arendt desarrolló esta línea de pensamiento, señalando que el imperialismo era un precursor directo del fascismo europeo. Desde el punto de vista de Arendt, el imperialismo sustituyó la idea política del Estado como comunidad basada en el consenso por la justificación económica de la expansión continua. El imperialismo no implicaba la expansión de las fronteras de la comunidad política; al contrario, levantó una frontera impenetrable entre la metrópoli y las colonias.

El poder político, que hasta entonces tenía encomendada la misión de prevenir la violencia en el país, desató una violencia descontrolada más allá de sus fronteras. La identidad del poder y la violencia establecida por el imperialismo europeo retornó entonces al corazón de Europa en guisa de deportaciones y campos de la muerte. El exterminio masivo y la deshumanización de poblaciones subyugadas, practicadas por los colonizadores, se desataron en el frente interior por obra del Estado totalitario.

De este modo, el imperialismo afirma tanto la frontera infranqueable entre el exterior y el interior como hace que sea desplazable y contingente. La expansión imperialista rusa en Ucrania, que comenzó en 2014, vino marcada por la creación de repúblicas populares ficticias totalmente dependientes de Moscú, pero cuyos regímenes jurídicos eran claramente diferentes. Mientras que la Rusia putinista fue, hasta 2022, un régimen autoritario que utilizaba únicamente una represión selectiva, la violencia de los grupos armados asociados a los líderes locales en Donetsk y Luhansk era prácticamente ilimitada. Una vez iniciada la invasión a gran escala de Ucrania, la transformación del régimen ruso en una brutal dictadura se materializó en gran medida en la exportación de esta cultura de la violencia de las periferias al centro imperial.

El momento fascista como plenitud de contemporaneidadA escala global, Rusia, como región semiperiférica, se ha convertido en el eslabón débil del capitalismo neoliberal y ha sido la primera en realizar su tendencia latente a la facistización. Esta tendencia, que combina la tensión entre el interior y el exterior que he descrito, es tanto una aceleración del capitalismo neoliberal como una especie de crítica del mismo. El resentimiento antioccidental, que es uno de los principales temas de la propaganda putinista, incluye a menudo una crítica del neoliberalismo radical, en la que el colectivismo particular del pueblo ruso contrasta con el individualismo occidental. En una línea similar, los populistas de derechas europeos denuncian a las elites globalistas que destruyen los estilos de vida establecidos de la gente corriente. Sin embargo, el fascismo de la primera mitad del siglo XX era todavía más radical: atacaba directamente al capitalismo plutocrático y ofrecía una alternativa en forma de comunidad popularcorporativa capaz de superar los conflictos de clase.

El momento fascista de hoy en día surge del presente perpetuo neoliberal y difiere del fascismo clásico por su falta total de un horizonte utópico, aunque fuera de cariz reaccionario. No obstante, del mismo modo que hace un siglo, el fascismo ha nacido de la falta de sincronicidad del  capitalismo, de la coexistencia de diferentes experiencias del tiempo dentro de la misma realidad. Como ha demostrado Ernst Bloch, el nazismo alemán fue el instrumento de los grupos sociales intermedios que no encajaban en la modernidad, cuyas visiones del mundo eran aparentemente atrasadas con respecto a su propia época, para entrar en la arena política6/. Sin embargo, este atraso no solo es una parte legítima de una contemporaneidad organizada de manera compleja, sino que resulta capaz de tomar las riendas de sus tendencias internas que permanecían ocultas.

En nuestros días, la extrema derecha, con sus llamamientos a recuperar la armonía perdida del Estado-nación, es tanto una reacción a las contradicciones del capitalismo neoliberal como una expresión de su cultura dominante. Nuestra contemporaneidad contingente se manifiesta en su totalidad en la medida en que saca a relucir todo lo que previamente ha quedado desplazado, todo lo que recientemente ha sido tratado de arcaico y reliquia del pasado.

Hace dos décadas, la cultura dominante liberal de Occidente calificaba la crítica de derechas a la globalización, considerada una amenaza a la soberanía nacional, de intento impotente de impedir el advenimiento de un futuro en que no habría barreras a la libre circulación de mercancías y personas. Hoy podemos afirmar que la globalización neoliberal ha demostrado ser una etapa en el camino a la desglobalización y de la extensión de la lógica de la competencia de mercado al nivel de los países en un maravilloso nuevo mundo multipolar.

La Rusia postsoviética, que fue el campo de pruebas de las reformas de mercado radicales en la década de 1990, sintetizó entonces la conveniencia neoliberal definitiva y su ideología antiliberal reaccionaria en la guisa de un régimen neofascista. Este régimen no ofrece al mundo un proyecto alternativo ni abre el horizonte a un futuro compartido, aunque aterrador. Al contrario, está totalmente enraizado en el presente como espectáculo de terror interminable, y condensa el momento fascista del mundo.

Notas

1/ Fredric Jameson, “Postmodernism and Consumer Society”, The Cultural Turn: Selected Writings on the Postmodern, 1983-1998 (Verso, 1998), 20.

2/ Hannah Arendt, “Some Questions of Moral Philosophy”, Social Research 61, n.º 4 (1994), 743 [título de la edición en castellano: Responsabilidad y juicio].

3/ Joseph de Maistre, Considerations on France, trad. Richard A. Lebrun (Cambridge University Press, 1994), 53.

4/ Carl Schmitt, Roman Catholicism and Political Form (Bloomsbury Academic, 1996).

5/ Ishay Landa, Fascism and the Masses: The Revolt Against the Last Humans, 1848-1945 (Routledge, 2019).

6/ Ernst Bloch, Herencia de esta época (Tecnos, 2019).